San Agustín, Obispo de Hipona y doctor eximio de la Iglesia, el cual, después de una adolescencia inquieta por cuestiones doctrinales y libres costumbres, se convirtió a la fe católica y fue bautizado por san Ambrosio de Milán. Vuelto a su patria, llevó con algunos amigos una vida ascética y entregada al estudio de las Sagradas Escrituras. Elegido después obispo de Hipona, en África, siendo modelo de su grey, la instruyó con abundantes sermones y escritos, con los que también combatió valientemente contra los errores de su tiempo e iluminó con sabiduría la recta fe (430).
Etimológicamente Agustín significa Aquel que es venerado, es de
origen latino.
Su fecha de canonización no se conoce, la
antigüedad de los documentos y de las técnicas usadas para archivarlos, la
acción del clima, y en muchas ocasiones del mismo ser humano, han impedido que
tengamos esta concreta información el día de hoy. Si sabemos que fue canonizado
antes de la creación de la Congregación para la causa de los Santos, y que su
culto fue aprobado por el Obispo de Roma, el Papa.
San Agustín es doctor de la Iglesia, y el más grande de los Padres de la Iglesia, escribió muchos libros de gran valor para la Iglesia y el mundo.
Nació el 13 de noviembre del año 354, en el norte de África.
Su madre fue Santa Mónica. Su padre era un hombre pagano de carácter violento.
Santa Mónica había enseñado a su hijo a orar y lo había
instruido en la fe. San Agustín cayó gravemente enfermo y pidió que le dieran
el Bautismo, pero luego se curó y no se llegó a bautizar. A los estudios se
entregó apasionadamente pero, poco a poco, se dejó arrastrar por una vida
desordenada.
A los 17 años se unió a una mujer y con ella tuvo un hijo,
al que llamaron Adeodato.
Estudió retórica y filosofía. Compartió la corriente del
Maniqueísmo, la cual sostiene que el espíritu es el principio de todo bien y la
materia, el principio de todo mal.
Diez años después, abandonó este pensamiento. En Milán, obtuvo la Cátedra de Retórica y fue muy bien recibido por San Ambrosio, el Obispo de la ciudad. Agustín, al comenzar a escuchar sus sermones, cambió la opinión que tenía acerca de la Iglesia, de la fe, y de la imagen de Dios.
Agustín estaba convencido de que la verdad estaba en la
Iglesia, pero se resistía a convertirse.
Comprendía el valor de la castidad, pero se le hacía difícil
practicarla, lo cual le dificultaba la total conversión al cristianismo. Él
decía: “Lo haré pronto, poco a poco; dame más tiempo”. Pero ese “pronto” no
llegaba nunca.
Un amigo de Agustín fue a visitarlo y le contó la vida de
San Antonio, la cual le impresionó mucho. Él comprendía que era tiempo de
avanzar por el camino correcto. Se decía “¿Hasta cuándo? ¿Hasta mañana? ¿Por
qué no hoy?”. Mientras repetía esto, oyó la voz de un niño de la casa vecina
que cantaba: “toma y lee, toma y lee”. En ese momento, le vino a la memoria que
San Antonio se había convertido al escuchar la lectura de un pasaje del
Evangelio. San Agustín interpretó las palabras del niño como una señal del
Cielo. Dejó de llorar y se dirigió a donde estaba su amigo que tenía en sus
manos el Evangelio. Decidieron convertirse y ambos fueron a contar a Santa
Mónica lo sucedido, quien dio gracias a Dios. San Agustín tenía 33 años.
San Agustín se dedicó al estudio y a la oración. Hizo penitencia
y se preparó para su Bautismo. Lo recibió junto con su amigo Alipio y con su
hijo, Adeodato. Decía a Dios: “Demasiado tarde, demasiado tarde empecé a
amarte”. Y, también: “Me llamaste a gritos y acabaste por vencer mi sordera”.
Su hijo tenía quince años cuando recibió el Bautismo y murió un tiempo después.
Él, por su parte, se hizo monje, buscando alcanzar el ideal de la perfección
cristiana.
Deseoso de ser útil a la Iglesia, regresó a África. Ahí vivió casi tres años sirviendo a Dios con el ayuno, la oración y las buenas obras. Instruía a sus prójimos con sus discursos y escritos. En el año 391, fue ordenado sacerdote y comenzó a predicar. Cinco años más tarde, se le consagró Obispo de Hipona. Organizó la casa en la que vivía con una serie de reglas convirtiéndola en un monasterio en el que sólo se admitía en la Orden a los que aceptaban vivir bajo la Regla escrita por San Agustín. Esta Regla estaba basada en la sencillez de vida. Fundó también una rama femenina.
Fue muy caritativo, ayudó mucho a los pobres. Llegó a fundir
los vasos sagrados para rescatar a los cautivos. Decía que había que vestir a
los necesitados de cada parroquia. Durante los 34 años que fue Obispo defendió
con celo y eficacia la fe católica contra las herejías. Escribió más de 60 obras
muy importantes para la Iglesia como “Confesiones” y “Sobre la Ciudad de Dios”.
Los últimos años de la vida de San Agustín se vieron
turbados por la guerra. El norte de África atravesó momentos difíciles, ya que
los vándalos la invadieron destruyéndolo todo a su paso.
A los tres meses, San Agustín cayó enfermo de fiebre y
comprendió que ya era el final de su vida. En esta época escribió: “Quien ama a
Cristo, no puede tener miedo de encontrarse con Él”.
Murió a los 76 años, 40 de los cuales vivió consagrado al
servicio de Dios.
Con él se lega a la posteridad el pensamiento
filosófico-teológico más influyente de la historia.
Murió el año 430.
¿Qué nos enseña su vida?
A pesar de ser pecadores, Dios nos quiere y busca nuestra
conversión.
Aunque tengamos pecados muy graves, Dios nos perdona si nos
arrepentimos de corazón.
El ejemplo y la oración de una madre dejan fruto en la vida
de un hijo.
Ante su conflicto entre los intereses mundanos y los de
Dios, prefirió finalmente los de Dios.
Vivir en comunidad, hacer oración y penitencia, nos acerca
siempre a Dios.
A lograr una conversión profunda en nuestras vidas.
A morir en la paz de Dios, con la alegría de encontrarnos
pronto con Él.
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