San Tarsicio, Niño Mártir, Santo de la Iglesia Católica, que vivió amediados del siglo III, poco más de 100 años antes de que se definiera el Canon Bíblico tal como lo conocemos. Prueba clara de que la única iglesia cristiana que existía durante los primeros siglos después de Cristo era la Iglesia Católica.
La emocionante historia del niño que dio su vida para evitar que profanaran la Eucaristía.
Es bien sabido que los primeros cristianos daban su vida por
negarse a renegar de su fe. ¡Y esa valiente convicción también la tenían los
niños! En efecto, hubieron niños que también fueron martirizados a causa de su
fe. Este es el caso del pequeño San Tarcisio, un niño de unos 11 años que dio
su vida para evitar que profanaran la Eucaristía.
San Tarcisio, conocido como "el mártir de la Eucaristía", fue un niño cristiano que vivió en Roma a finales del siglo III, nació entre los años 253-255 en Tarso, mismo lugar donde nació San Pablo, en un contexto muy complicado para los creyentes, y murió martirizado entre los años 265-267, defendiendo con su vida la Eucaristía.
En aquel entonces el emperador Valeriano se convenció de que los cristianos eran enemigos del imperio e impuso leyes para hacerles la vida imposible.
“Los obispos, presbíteros y diáconos deben ser
inmediatamente ejecutados; los senadores, nobles y caballeros, perdida su
dignidad, deben ser privados de sus bienes, y si aun así continúan siendo cristianos,
sufran la pena capital. Las matronas, despojadas de sus bienes, sean
desterradas. Los libertos del césar que antes o ahora hayan profesado la fe,
confiscados sus bienes, y con el registro [marca de metal] al cuello, sean
enviados a servir a los dominios estatales.”
Caesar Publius Licinius Valerianus Augustus.
Esta ley provocó que el propio Papa Esteban I fuera capturado y martirizado delante de muchos testigos. El pequeño Tarcisio estuvo presente aquel trágico día y la imagen quedó fuertemente guardada en su alma. Desde entonces anheló algún día dar su vida por su fe al punto de decir “ojalá fuera hoy mismo”.
Algún tiempo después San Sixto II, sucesor de Esteban I, se
encontraba celebrando la Santa Misa en las Catacumbas y vino a su corazón un
profundo amor por los cristianos encarcelados quienes no podían ser
fortalecidos espiritualmente por encontrarse privados de la Santa Eucaristía.
Por eso preguntó si entre los asistentes se encontraba algún valiente que se
atreviera a llevarles el Cuerpo de Cristo. Muchas manos se levantaron, la de
los ancianos, algunos jóvenes fornidos ¡y hasta los niños! Todos estaban
dispuestos a morir llevando la Eucaristía a sus hermanos.
Entre la multitud también se levantó la mano del pequeño Tarsicio. Esto conmovió al Papa San Sixto II.
– ¿Tú también, hijo mío?, preguntó el Papa.
– ¿Y por qué no, Padre? Nadie sospechará de mis pocos años.
Ante tanta convicción, el papa guardó las Sagradas formas en
un relicario y se las entregó a Tarsicio y este salió rápidamente a cumplir su
misión sabiendo que estaba arriesgando su vida.
En el camino es interceptado por otros niños que no creían en Jesús.
– Hola, Tarsicio, juega con nosotros. Necesitamos un
compañero.
– No, no puedo. Otra vez será, dijo mientras apretaba sus
manos con fervor sobre su pecho.
– A ver, a ver. ¿Qué llevas ahí escondido? Debe ser eso que
los cristianos llaman “Los Misterios”.
Es entonces que se produjo un forcejeo. Derribaron al pequeño Tarsicio y ponían sus piernas sobre su pecho para hacer palanca e intentar quitarle lo que llevaba. Otros niños le tiraban pedradas, pero Dios obró un milagro para que sus brazos quedaran herméticamente cerrados y jamás pudieran abrirse.
Después de algunos momentos, pasó por allí un soldado
converso al cristianismo llamado Cuadrado, el cual conocía a Tarsicio. Al ver
la escena corrió en su ayuda y los demás niños huyeron. El soldado tomó al niño
y lo llevó en sus hombros hasta la Catacumbas de San Calixto en la Vía Appia,
pero al llegar el pequeño ya había muerto.
Al respecto, años más tarde el Papa San Dámaso, el mismo que en el año 382 se encargó de definir el Canon Bíblico que conocemos, escribió “queriendo a San Tarcisio almas brutales de Cristo el sacramento arrebatar, su tierna vida prefirió entregar, antes que los Misterios celestiales”.
Sobre su tumba el Papa San Dámaso escribió este hermoso
epitafio: "Lector que lees estas líneas: te conviene recordar que el
mérito de Tarcisio es muy parecido al del diácono San Esteban, a ellos dos
quiere honrar este epitafio. San Esteban fue muerto bajo una tempestad de
pedradas por los enemigos de Cristo, a los cuales exhortaba a volverse mejores.
Tarcisio, mientras lleva el sacramento de Cristo fue sorprendido por unos
impíos que trataron de arrebatarle su tesoro para profanarlo. Prefirió morir y
ser martirizado, antes que entregar a los perros rabiosos la Eucaristía que
contiene la Carne Divina de Cristo".
El libro oficial de las Vidas de Santos de la Iglesia, llamado "Martirologio Romano" cuenta así la vida de este santo: "En Roma, en la Vía Apia fue martirizado Tarcisio, acólito. Los paganos lo encontraron cuando transportaba el Sacramento del Cuerpo de Cristo y le preguntaron qué llevaba. Tarcisio quería cumplir aquello que dijo Jesús: "No arrojen las perlas a los cerdos", y se negó a responder. Los paganos lo apalearon y apedrearon hasta que exhaló el último suspiro pero no pudieron quitarle el Sacramento de Cristo. Los cristianos recogieron el cuerpo de Tarcisio y le dieron honrosa sepultura en el Cementerio de Calixto".
Actualmente se celebra la fiesta de San Tarcisio el 16 de agosto y es el Patrón de los Monaguillos y de los Niños de Adoración Nocturna.
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